VÍCTOR CLAVIJO. ACTOR. SOMOS SU VOZ EN ESTA PARTE DEL MUNDO


Víctor Clavijo junto a Alex Angulo, en el campamento de refugiados de Dajla durante el Festival Internacional de Cine del Sahara, Fisahara

Siempre tuve constancia del problema saharaui debido a que la familia de uno de mis mejores amigos de infancia en Algeciras acogió a una niña saharaui que iba todos los veranos a pasar unos meses con ellos. La madre de este amigo había visitado los campamentos en varias ocasiones y hablaba maravillas sobre el espíritu hospitalario del pueblo saharaui. Este mismo año, hace apenas unos meses, me reuní con un actor al que apenas conocía para charlar sobre un trabajo que íbamos a hacer en una serie; en aquella primera reunión para conocernos e intercambiar impresiones sobre nuestros personajes y sobre la vida en general, me contó que una de las experiencias más potentes que habia tenido recientemente había sido la visita a los campamentos saharauis invitado por el festival de Cine del Sahara, el Fisahara, el año anterior, e insistía en que aquellos días que pasó en el campamento de Dahjla le habían "vuelto del revés". Y le creí. Unos meses más tarde recibí la invitación por parte del festival de cine para acudir como invitado y no lo dudé un instante, ansioso por vivir esa misma experiencia que había marcado a aquel actor y movido por un cierto deseo de aventura. Quería "volverme del revés", como decían algunos de los que habían pasado por allí.

Preparé el viaje con la excitación de quien se enfrenta a un mundo que no conoce y llene la maleta de cosas que presumí que me podrían hacer falta allí, así como de regalos para la familia saharaui con la que me iba a quedar. Y llegó el día de la partida. Me presenté en Barajas con una maleta no más pequeña que el celebre baúl de la Piquer y me sorprendí al ver no sólo a tanta gente conocida y colegas de profesión, sino a una importante cantidad de cooperantes, periodistas y gente implicada con la causa saharaui que repetía un año más la experiencia. Me habían avisado de que el viaje era largo y un poco incómodo y de que la vida en los campamentos no era fácil. Y aquellas personas, sin embargo, repetían con entusiasmo el viaje un año más.

Tras unas horas de vuelo y el aterrizaje en el aeropuerto de Tindouf, empezaba el viaje por el desierto hasta el campamento de Dahjla, el más alejado de todos y con menos infraestructuras, en el que viven unas 40.000 personas. Fueron unas tres horas de trayecto en coche, soportando los vaivenes del vehículo por unos caminos sin asfaltar y llenos de baches, pero la belleza de ese desierto inmenso que se abría ante nuestros ojos y que empezaba a iluminar los primeros rayos del sol nos mantenía despiertos a pesar del cansancio acumulado. Y llegamos a Dahjla a primera hora de la mañana: un mar de casas de adobe y jaimas en mitad de la nada que se mimetizaba con el color de la arena. Nada recordaba allí a la vida moderna. Y de pronto, la excitacion del viaje dio paso a un silencio abrumador en el que tratábamos de comprender, desde nuestra perspectiva materialista, como se podía vivir allí en esas condiciones de absoluta carencia.

El caos inicial de recogida de equipajes dio paso al reparto de los invitados en las jaimas de las familias que nos acogían aquellos días. Y conocimos a la nuestra. Tras las presentaciones y unos minutos de silencio y mutuo reconocimiento, Halifa, la señora de la casa nos invito a tomar el te. Su castellano era escaso, pero su deseo de agradarnos y colmarnos de comodidades eran la marca de su carácter. Su marido, Barak, un saharaui de cuarenta años que perdió a sus padres en los bombardeos marroquís durante la invasión y el éxodo de su pueblo, y que peregrinó al desierto con apenas 5 años, trataba de retener nuestros nombres al tiempo que se deshacía en atenciones hacia nosotros. Él y sus tres hijos si hablaban español y nos entendíamos con cierta facilidad. Los niños disfrutaban con los regalos que les habíamos llevado y sus risas rompieron el hielo.
Pronto me di cuenta de que seria fácil perderse en Dahjla si me aventuraba a dar un paseo por el campamento por mi cuenta. Todas las viviendas saharauis se componen de una pequeña casa de adobe sin apenas nada en su interior, unas letrinas para el aseo y las necesidades personales y un patio en el cual se instala la jaima, o tienda, en la que se suele hacer la vida familiar en las épocas mas calurosas del año. Un pequeño panel solar instalado a la entrada de la jaima y una pequeña antena parabólica son la marca común de todos estos patios. La energía recogida por los paneles y transformada en unas pequeñas baterías apenas si les da unas pocas horas de luz o televisión al día. Esa es toda su comunicación con el mundo exterior. Este era el primer año en que había cobertura para teléfonos moviles, pero sólo en determinadas zonas del campamento y a ciertas horas. Me sorprendió la rapidez con la que me adapté a todas esas carencias y pronto me di cuenta de que se puede vivir con mucho menos.

Conforme me adentraba en el campamento con mi cámara fotográfica y veía a aquellas familias que te sonreían y te saludaban a cada paso, parándose a charlar con uno, empezaba a comprobar in situ el famoso espíritu hospitalario y abierto del pueblo saharaui, pero al mismo tiempo me preguntaba como era posible que llevasen viviendo en esas condiciones 35 años. Me parecía algo inaudito e indignante. Habían sido expulsados de su tierra, invadidos, y llevaban viviendo una eternidad en mitad de la nada, sin recursos, en un eterno compás de espera, rodeados de un mar inmenso de arena. La gente joven no había conocido su tierra y no sabía si algún día llegaría a hacerlo, aunque confiaban en que si. Pero lo más terrible era lo que me reveló un joven saharaui que afirmaba haber estudiado en el extranjero, haberse preparado tanto como sus compañeros de estudios, chicos europeos que tenían la certeza y la seguridad de un futuro y un trabajo tras sus estudios, la posibilidad de ejercer una profesión para la que se habían preparado; aquel chico, Omar, se lamentaba de que aún teniendo la misma preparación que sus compañeros extranjeros, no había futuro para él, ya que no podía ejercer su profesión en ningún sito. Omar siguió con su relato y la complejidad y el drama del pueblo saharaui me llegó de pronto con la rotundidad de una bofetada que te hace despertar de tu letargo: aquellos miles de jóvenes que no habían conocido su país, que no tenían patria, eran conscientes de que la ONU daba largas a su problema, de que no les esperaba ningún futuro, tan sólo marchitarse al sol y dejar pasar los años. Dejar pasar los años. Y algunos de ellos no estaban dispuestos a resignarse. Y lo entendí. No se le puede pedir a un ser humano que se resigne a una situación injusta; su derecho es rebelarse o, al menos, protestar, alzar la voz, hacerse oír, dar un sentido a su existencia y aspirar a una vida digna, que empieza por el derecho a la libertad. Y entendí por primera vez el significado rotundo de estas palabras al escucharlos de viva voz y en primera persona por alguien de mi edad que se negaba a resignarse a ese futuro de eterna espera.
Entendí muchas cosas aquella tarde; entendí que hay dramas que no interesan mediaticamente porque no tienen el espectáculo que otros ofrecen; entendí que la paciencia de un pueblo que reclama su libertad no es valorada como se merece; entendí que hay intereses económicos entre países que deciden lamentablemente el destino de algunos pueblos que son sólo monedas de cambio; entendí que "pueblo" es una palabra abstracta y que hay que poner cara a esas voces, a esas víctimas, escucharles y vivir con ellos unos días para entender la verdadera dimensión de un problema. Salí de aquella jaima en la que había escuchado a Omar conmovido y con la triste sensación de que era un pueblo abandonado, 200.000 almas errantes en mitad del desierto condenadas a no tener futuro. Oír el relato de Omar, y multiplicarlo por 200.000 relatos iguales o parecidos era demasiado. Vivir un día en Dahjla, sin apenas nada que hacer, nada que esperar, protegiéndose del siroco o del sol abrasador y multiplicarlo por 365 dias iguales al año era demasiado. Pero multiplicarlo por los 35 años que llevaban así era sencillamente indignante. Sentí vergüenza de las comodidades que me rodeaban en mi vida pequeño burguesa de occidental absurdamente estresado y preocupado por tonterías, rodeado de ruido interno y externo.

Omar y otros 40.000 como el en Dahjla nos recibían con los brazos abiertos porque sentían que no nos habíamos olvidado de ellos, se alegraban de nuestra presencia allí y de que el Festival de Cine pusiera en el mapa mediático por unos minutos su problema. Pero entendí que eso no era suficiente. No lo es.

Poco a poco fui tirando del hilo tratando de entender más aún el alcance del drama saharaui: la vida de los saharauis ocupados, la represión policial, vivir rodeado de los ocupantes e invasores de tu tierra y tenerlos como vecinos, el modo en que los han silenciado, el riesgo que corren los activistas que alzan su voz denunciando la situación vivida en la zona ocupada, los años sin ver a los suyos, la separación de esas familias que huyeron de aquella invasión mediante un muro de dimensiones muy superiores a las del muro de Berlín que está rodeado de millones de minas antipersona, curiosamente de fabricación española... No daba crédito. ¿A quién, aparte de al país ocupante, interesa silenciar este drama?. ¿Por qué no se hablaba más de esto en los medios de comunicación?. Quizá diese igual; vivimos rodeados de noticias desgraciadas que nos han hecho inmunes al dolor ajeno y el drama de este pueblo no ofrecía imágenes impactantes, espectáculo a fin de cuentas. Uno debe ir allí para entenderlo.

Una de las cosas más sorprendentes que experiementé allí fue cómo a los dos días de estar en Dahjla, tenía la extraña sensación de llevar allí mucho más tiempo. Me sentía completamente instalado en cierto sentido y extrañaba pocas cosas de mi vida en Madrid. Aprendí que se puede vivir con menos y el maletón que había llevado era claramente un signo del exceso de comodidad occidental y de dependencia de lo material que revelaba mi pecado original de ser un pequeño burgués atado a estúpidas necesidades. Si, se puede vivir con menos. Lo verdaderamente importante está en otro sitio, en la dignidad, en el derecho a decidir sobre tu vida y tu futuro, en la auténtica libertad. Lo demás es ruido, o una falsa sensación de libertad que hemos heredado de costumbres capitalistas. En Occidente, se ha sustituido el concepto de ciudadano por el de consumidor.

Tuve la ocasión de sentir vibrar a los jóvenes saharauis en un par de conciertos en momentos en que sonaban algunas piezas que hablaban de libertad. Aquella energía era contagiosa, vibrante, especial, extraordinaria y conmovedora en cierto sentido. Jamás he sentido algo así en un concierto en mi país.

Unos días mas tarde, llego la hora de la partida. Pasamos la ultima mañana metidos en la jaima con la familia que nos acogía debido a un fuerte siroco que hacia insoportable la estancia fuera de las tiendas. Apenas había nada que hacer salvo esperar, charlar y tomar el te. Esa era la vida de aquellas personas la mayor parte del año. Sin embargo, había cierta sensación de bienestar. Y de pronto la despedida. Barak, el padre de familia, se levantó y nos abrazó uno a uno y, de pronto, lo inesperado: aquel saharaui grandullón y de buen humor, se echó a llorar abrazado a uno de mis compañeros. Lo entendí. Por supuesto que lo entendí. Durante 4 días, nosotros habíamos representado la esperanza, la idea de que no nos habíamos olvidado de ellos, habíamos representado algo distinto en su rutina de arena y eterna espera, algo nuevo y diferente; pasarían 365 días más hasta que "la vida" volviera a irrumpir en sus jaimas en una futura visita. Una semana más tarde Barak me llamaría por telefono para decirme que nos echaba de menos y que Halifa, la esposa que nos había cuidado como si de nuestra propia madre se tratase y con la que apenas cruzamos dos palabras en castellano. ya que no hablaba nuestro idioma, se había pasado tres días llorando tras nuestra partida.

Volví a España convencido de que había que alzar la voz, "vuelto del revés" en muchas cosas, tal y como aquel amigo actor me había dicho que le había ocurrido, dejando una parte de mi en aquel campamento olvidado. Sentía que había que decirle al mundo lo que allí estaba pasando, que los medios de comunicacion tenían el deber moral de hacerlo a pesar de que fuese un drama sin sangre y espectáculo. Agotado por el viaje, entre en mi salón y encendí el televisor: ver a Belen Esteban en todos los programas me produjo una inmensa tristeza. ¿Cómo explicarle a Omar que su drama no interesa?. ¿Cómo explicarle quién es la Esteban, qué es lo que nos gusta aquiíy que llena horas y horas de programación televisiva?. ¿Cómo explicarle a aquellos activistas saharauis que se arriesgaron a abandonar su país ocupado e ir a los campamentos a contar al mundo lo que se vive allí aprovechando la cobertura mediática del festival de Cine, aún a sabiendas de que a su vuelta al Sahara ocupado les esperaba el castigo o la represión por su acción de denuncia, que para tener minutos de publicidad no basta con jugarte la vida por una causa justa, que hay que acostarse con un torero?. ¿Cómo explicarles el país en que vivimos y en el que tienen depositadas todas sus esperanzas? Se me cayó la cara de vergüenza.

Pienso volver a Dahjla en cuanto tenga ocasión para hacerlo. Porque lo que mantiene a mi familia saharaui con esperanza es el hecho de saber que unos pocos pensamos en ellos y que su sacrificio y su espera no caen en saco roto. Espero que su causa no caiga nunca más en saco roto.

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